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10 ene 2020
Autor(es): Sin autorNº 75 Año(s): 2020Sección: EditorialObservaciones: Páginas 2-3
Las inundaciones que se produjeron en distintos municipios del Levante español durante el mes de septiembre han vuelto a llamar la atención sobre varios hechos indiscutibles.
El primero, que cada cierto tiempo sufrimos episodios de lluvias fuertes o torrenciales que afectan con mayor o menor gravedad a las personas y sus bienes. En los últimos 55 años, según el Catálogo Nacional de Inundaciones de Protección Civil, han muerto en España 1.620 personas por inundaciones; la del 23 de septiembre de 1962 en la provincia de Barcelona fue la más grave, con 973 fallecidos.
El segundo, la invasión de las zonas inundables por todo tipo de construcciones públicas y privadas; ha sido una constante a lo largo de nuestra historia. Según los datos de los mapas de riesgo elaborados por las confederaciones hidrográficas, en España hay 710.000 personas en zonas de alto riesgo de sufrir inundaciones.
El tercero, la escasa preparación que, en líneas generales, tiene la sociedad para hacer frente a estos riesgos, adaptarnos a los cambios y reducir la peligrosidad.
El cuarto, el escaso valor que de unas décadas a esta parte se le ha dado a la restauración hidrológico-forestal como herramienta de gestión del territorio capaz de reducir los riesgos y la peligrosidad.
Un paradigma que es preciso superar es entender los desbordamientos como una “maldición”. Las crecidas y los desbordamientos son procesos naturales asociados a los cauces, más aún en regiones como la mediterránea, con un régimen pluviométrico irregular. Los conflictos surgen cuando se alteran los cauces, y cuando se establecen intereses urbanísticos o productivos en las llanuras inundables.
Los escenarios climáticos que dibujan los estudios científicos no son precisamente halagüeños; muchos de ellos apuntan a una mayor irregularidad en las precipitaciones y a periodos de retorno menores para los episodios de mayor intensidad. Ante estos escenarios las soluciones clásicas basadas en obras “duras”, como encauzamientos, escolleras o motas, o más modernas pero igualmente estáticas como son muchas actuaciones de bioingeniería, no pueden ser las soluciones dominantes, y menos aún las únicas, sobre todo cuando se ha demostrado su incapacidad para solucionar por si solas los efectos de las inundaciones.
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