NP ¿Y DESPUÉS DEL INCENDIO, QUÉ?

22 de agosto de 2025

 

nota de prensa

 

¿Y DESPUÉS DEL INCENDIO, QUÉ?

Los incendios forestales no terminan cuando se extinguen las últimas llamas. Después, llega el momento de restaurar un territorio desprovisto de su cubierta vegetal y con un suelo gravemente degradado, junto a la pérdida de biodiversidad, el deterioro del paisaje y las consecuencias para el mundo rural que lo rodea. El fuego deja tras de sí un terreno más vulnerable a la erosión, con pérdida de nutrientes, daños severos en la fauna y la flora silvestres, una transformación profunda del paisaje y un impacto económico y social que afecta de forma directa a la población local.
En España, está prohibido cambiar el uso forestal de un terreno quemado durante al menos 30 años, por lo que la restauración no debe ser una excusa para la especulación, sino una oportunidad para reconstruir ecosistemas más resilientes frente al cambio climático y a futuros incendios.

Lo Urgente

Cuando termina un incendio forestal empiezan a percibirse los daños producidos a las poblaciones afectadas, daños que no son únicamente las pérdidas de casas, ganados y otros bienes. Además, comienzan a surgir una serie de necesidades de manera urgente, así, muchos pueblos se han quedado sin agua, luz o teléfono porque se han quemado en el monte las conducciones y han sido afectadas las captaciones de las fuentes, balsas o presas de abastecimiento  que deben ser reparadas o sustituidas de forma inmediata para que las poblaciones puedan tener los servicios básicos.

Desde el punto de vista forestal, es preciso restablecer los accesos del monte: despejar y reparar pistas forestales y carreteras locales dañadas por caída de árboles, piedras, tierra o cenizas, o por los propios trabajos de extinción; retirar obstáculos que impidan el acceso; revisar y sustituir en los pasos de agua (tubos/alcantarillas) los materiales sensibles al calor que han quedado inutilizados; y reparar captaciones de agua, cerramientos e infraestructuras clave afectadas por el fuego o por el tránsito de maquinaria.

Una vez se produzcan las lluvias todos estos problemas se verán agravados y aparecerán, además, los daños derivados de los arrastres de materiales y cenizas de los suelos ya sin cubierta vegetal.

Evaluar antes de actuar

Durante el primer año tras el incendio es fundamental evaluar la severidad del daño, y la capacidad de regeneración natural de la zona. Esta fase, apoyada en imágenes satelitales, sensores aéreos y trabajo de campo, permite decidir dónde intervenir y con qué intensidad. Muchas especies mediterráneas —encinas, alcornoques, robles, pinos canarios o matorrales como brezos y retamas— están adaptadas al fuego y pueden rebrotar o regenerarse de forma natural. Actuar sin considerar estas dinámicas puede ser contraproducente.

Uno de los problemas más graves es la pérdida de suelo fértil por erosión, un recurso que no es fácilmente renovable que sostiene la biodiversidad, la calidad del agua, la producción agrícola y la seguridad alimentaria. Tras un incendio, la desaparición de la cubierta vegetal expone el terreno a la acción directa de la lluvia y el viento, aumenta la escorrentía, disminuye la infiltración de agua y se acelera la pérdida de nutrientes y materia orgánica, reduciendo la capacidad productiva del suelo y su función protectora.

Las primeras lluvias pueden duplicar o triplicar el arrastre de sedimentos, colmatando embalses, contaminando aguas superficiales y subterráneas, y provocando riadas o inundaciones en zonas próximas. Proteger el suelo durante el primer año es más eficaz y económico que intentar recuperarlo después, ya que su regeneración natural es muy lenta y difícil de revertir.

Entre las medidas recomendadas destacan el mulching (cubrir el terreno con restos vegetales que amortiguan el impacto de la gota de lluvia y mantienen la humedad), la construcción de barreras físicas como fajinas, albarradas o terrazas para frenar la escorrentía, y el empleo de mantas o redes orgánicas con hidrosiembra que protegen inmediatamente la superficie, favorecen la germinación y estabilizan la ladera. Estas técnicas, aplicadas de forma temprana y planificada, son esenciales para evitar procesos de desertificación y favorecer la recuperación natural de la vegetación.

Decisiones sobre la madera quemada

La extracción de madera quemada es un asunto delicado. Aunque cerca de caminos e infraestructuras puede ser necesaria por motivos de seguridad, en otras zonas no siempre conviene retirarla, ya que los árboles afectados pueden contribuir a conservar el suelo, mantener humedad, generar hábitats y aportar nutrientes.

En algunos casos, los árboles muertos en pie también pueden favorecer la regeneración natural de especies de media luz y, en repoblaciones, evitar el uso de protectores. A medio plazo, la caída de estos fustes reduce la competencia sobre el regenerado deseado, actuando como un clareo natural por aplastamiento.

No obstante, dejar demasiados árboles afectados en pie también puede ser contraproducente, porque favorece la proliferación de plagas forestales, como los insectos perforadores, que ponen en riesgo a las masas sanas cercanas. Por ello, cada incendio requiere una evaluación específica para decidir qué cantidad de pies quemados es conveniente retirar y cuántos deben mantenerse.

En cualquier caso, si se realiza extracción, debe hacerse con criterios equilibrados, conservar parte de los árboles en pie, aprovechar restos para fajinas, reducir el riesgo de plagas y minimizar el impacto sobre la biodiversidad.

Tras un incendio forestal, el impacto económico sobre las poblaciones afectadas es considerable. La pérdida de recursos forestales, agrícolas y turísticos reduce drásticamente las fuentes de ingresos locales. No podemos obviar que la madera quemada, cuyo valor económico es ya residual debido a la pérdida de calidad que sufre tras el fuego, será en muchos casos el único ingreso inmediato que reste a estas zonas. Sin embargo, esta venta puntual difícilmente compensa los daños sufridos ni contribuye a la recuperación a medio y largo plazo, por lo que es fundamental articular mecanismos de apoyo económico y de gestión forestal que favorezcan la restauración y la reactivación de la economía rural.

Estrategias a medio y largo plazo

La restauración no se circunscribe a plantar árboles. Se trata de diseñar el futuro del monte y garantizar su resiliencia frente al cambio climático y a futuros incendios. Para ello es esencial:

  • Definir la función del terreno restaurado, ya sea conservación de la biodiversidad, protección frente a la erosión y regulación hídrica, aprovechamiento productivo sostenible (madera, corcho, pastos, setas) o uso social y recreativo. Un mismo monte puede integrar varias funciones, siempre bajo criterios de gestión forestal sostenible.
  • Favorecer la regeneración natural, clave en ecosistemas mediterráneos donde muchas especies rebrotan o germinan tras el fuego. Esta regeneración debe acompañarse de tratamientos selvícolas que eviten densidades excesivas, reduzcan la competencia por agua y nutrientes, y mejoren la vitalidad del bosque joven.
  • Reforestar de forma selectiva cuando sea necesario, eligiendo especies y procedencias genéticas adaptadas no solo al medio actual, sino también al clima futuro previsto. Deben priorizarse especies resistentes a las nuevas condiciones climáticas, fomentando la diversidad genética y funcional para reducir la vulnerabilidad a plagas, enfermedades y fenómenos extremos.
  • Apostar por mosaicos de ecosistemas heterogéneos, donde convivan distintas especies, edades y estructuras. Estos paisajes multifuncionales son más resistentes al fuego y ofrecen hábitats más ricos para la fauna, favoreciendo la recuperación de la biodiversidad.
  • Es fundamental que, al diseñar las actuaciones de restauración, se planifiquen desde el inicio las infraestructuras preventivas necesarias para el futuro. Entre ellas, una red de defensa adecuada, la creación de zonas de seguridad y la apertura o mejora de pistas forestales que faciliten el acceso de los medios de extinción a áreas que hoy resultan inaccesibles. Igualmente, debe contemplarse el diseño y gestión de la interfaz urbano-forestal, de forma que se minimicen los riesgos y se mejore la resiliencia de las poblaciones frente a futuros incendios.

En definitiva, un monte restaurado no tiene por qué ser idéntico al que ardió, puede transformarse en un ecosistema más diverso, resiliente y adaptado a las condiciones ambientales y sociales del siglo XXI.

Dimensión social y gobernanza

La restauración tras un incendio también debe responder a un reto social. El fuego impacta directamente en los habitantes de las zonas afectadas, que ven amenazados sus medios de vida y su vínculo con el territorio.

En España, el 72 % de los montes son privados (muchos en copropiedad vecinal), un 21 % pertenece a entidades locales y apenas un 3,7 % al Estado o a comunidades autónomas. Esta diversidad de titularidades condiciona la gestión, la prevención y la restauración.

Fenómenos como el abandono y la despoblación agravan la vulnerabilidad frente a los incendios. Por ello, es fundamental integrar a propietarios, entidades y asociaciones locales, voluntariado y administraciones en la planificación y ejecución de medidas. Iniciativas como las Agrupaciones de Defensa Forestal en Cataluña o el proyecto MOSAICO en Extremadura muestran que la colaboración público-privada genera confianza, fortalece la prevención y multiplica la capacidad de restauración.

Un llamamiento a la acción

El impacto de los incendios forestales no debe medirse solo en hectáreas calcinadas. La pérdida de suelo fértil, biodiversidad, paisaje y calidad de vida en las áreas afectadas constituye una auténtica catástrofe ecológica, económica y social. Cada incendio aumenta el riesgo de erosión, inundaciones y desertificación, y compromete servicios esenciales como la calidad del agua, la regulación del clima local o la provisión de recursos forestales a toda la sociedad.

Por ello, es imprescindible un compromiso firme de las Administraciones públicas para incrementar la inversión en restauración post-incendio y planificarla con visión a largo plazo. Estas actuaciones deben coordinarse estrechamente con los propietarios forestales, el sector técnico y la población local, de forma que se conviertan también en una oportunidad de desarrollo rural, empleo y cohesión social.

La sociedad rural debe ser compensada por proveer al conjunto de la ciudadanía los servicios ecosistémicos que los montes gestionados de forma sostenible proporcionan, aprovisionamiento de materias primas renovables, mejora de la calidad del aire, absorción del CO2 para mitigación del cambio climático, freno a la desertificación, creación y sujeción de suelos, infiltración y aprovisionamiento de agua, albergue y soporte de biodiversidad.

Invertir en gestión forestal activa no solo significa reparar los daños del fuego, es apostar por prevenir futuros incendios, luchar contra la desertificación y mitigar los efectos del cambio climático, asegurando montes más resilientes y sociedades rurales más fuertes para las próximas generaciones. 

Foto. Incendio en Las Hurdes (Cáceres)

Foto. Incendio en Sierra Bermeja (Málaga)

Para más información:
Prensa del Colegio Oficial de Ingenieros Técnicos Forestales y Graduados en Ingeniería Forestal y del Medio Natural
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